lunes, 6 de junio de 2011

Gaia

Ojos dulces, mansos y tristes, pelito largo, marrón veteado, rabicorto, nombre de diosa legendaria y cien por ciento cacri: esa era mi Gaia.

Todas las mañanas, lo primero que veía al abrir la puerta de casa, era ella, sentada atravesadísima. Tanto, que me acostumbré a abrir poco a poco, para no llevármela por el medio, porque me daba lástima aporrearla.

Y en las noches, al llegar a casa, la primera en salir a recibir, pues por supuesto que era ella: subía por el caminito de entrada rapidísimo, para después escoltarme hasta la puerta, ella abriendo camino y retrocediendo para pasar un poco entre mis piernas.

Por más mala cara que le pusiera, parece que era incapaz de guardar cualquier tipo de rencor. Por eso, entre otras razones no tan mínimas, es que hoy, que ya me falta, extraño su presencia silenciosa y solidaria con mis estados de ánimo.

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