lunes, 25 de enero de 2016

En Anare

Fue casi increíble volver al familiar Anare y no encontrarte en la terraza de Annabella, escudriñando las olas revueltas del playón, a ver si podías usar la tabla al menos un rato. Insólito no verte en cada esquina polvorienta de la plaza, hablando con cualquiera y caminando descalzo por las calles.

Alguna vez te dije que el deporte local de los anareños era romper botellas en las noches, pero nunca me hiciste caso. Soltabas los zapatos al cruzar la primera esquina del pueblo. Y Alan y Ariel, idénticos a ti, caminaron sin zapatos todo el rato, a pesar de los trozos de vidrio, la arena caliente y el cemento seco. Pero te juro que esta vez no les dije nada, porque creo que al poner la planta de los pies en el suelo guaireño, te recordaron con un poquito más de cariño y menos amargura

Alguna que otra casa derruida por el salitre fue la prueba contundente para saber que el tiempo pasó en verdad y no nos pidió permiso. Pero igual, me senté en la orilla del mar, llena de piedrecitas. Me pregunté (que ingenua al esperar respuesta) si habían pasado horas, días o años desde la última vez que caminamos por esa orilla. Nadie me supo responder.

Ni siquiera las bandadas de pelicanos que volaban en números pares, acompasando a idéntico ritmo el batido de sus alas. Tampoco las olas, insensibles en su vaivén, golpeando una y otra vez la orilla con más o menos furia. La piedra del francés, indómita y oscura, con su minúscula playita y sus cavernas rocosas cubiertas de espuma, tampoco me dijo nada.

Quien sabe hace cuanto tiempo que el Francés no ha vuelto a lanzar el anzuelo desde la agreste roca. Su recuerdo se desvanece como la espuma bajo la brillante luz caribe.

 De vuelta al pueblo, en la esquina de la capilla, salió el Diablo Rojo, Javier, caminando también descalzo, la piel curtida de tantos soles, con el rojizo cabello un poquito más apagado y con alguna que otra cana. Querida presencia anareña!

Debo decirte que, después de hablar con él un rato, perdí la compostura cuando me dijo "sólo falta Ernesto, que siga volando". Pero en seguida me di cuenta que estaba bien. Que aunque no te vea, no significa que no estés. Que aunque la carne, la sangre, la piel que nos envuelve parezcan lo único real a veces, es en lo más mínimo y en lo más inesperado que nos acompañas siempre.