viernes, 26 de agosto de 2011

Carreteras

Anoche soñé contigo. Estabas manejando por una carretera de mil curvas cerradas llenas de matas de mango y neblina, igualita a la vía de Bahía de Cata. El carrito daba vueltas y vueltas, chirriando los frenos por los barrancos, en un “clásico” de tu forma habitual de conducir.

Debo hacer justicia: si bien es cierto que nunca manejaste muy bien los vehículos de cuatro ruedas, con la moto cuando andábamos por las transitadas calles caraqueñas, eras toda una doña, o por lo menos así te comportabas cuando yo iba de parrillera.

Sin embargo, también debo decir formalmente y en tu beneficio (si es que sirve de algo), que estos breves minutos oníricos fueron suficientes para recobrar el sabor a vértigo, adrenalina y el toque de peligro nunca ausente en las circunstancias diversas que compartimos. Cuando no era el jeep sin frenos en Bailadores, pues era la casa sin techo de Ramo Verde, la caminata sin trocha para la cascada del Chorrerón, o cualquier otra cosa imprevisible.

Para ti, era imposible tomar el camino más fácil para ir a cualquier lado, fuera manejando, andando a pie o para cualquier lugar que quisieras ir: creo que era una decisión formal tomar siempre el camino lo más enrevesado posible. Así fuera para ir simplemente a la bodega, tenías que ir machete bajo el brazo.

Como una excusa para evitar una cola en la ciudad, tomábamos los “caminos verdes”, con el invariable resultado de pasar dos horas de más en la carretera, o si era en una excursión, terminábamos medio perdidos en el monte, dando vueltas entre las matas.

Pero por favor, que no suene a queja: mi vida nunca será la misma después de tu partida, y los tiempos en que viví dejando que dominara el azar mi condición de gata doméstica los guardo como los tesoros más preciados dentro del cofre de siete cerraduras de mi mente.