viernes, 10 de junio de 2011

El regalo del día

Después de un largo día laboral, me toca el fastidio diario del viaje en metro, donde codazos, apretones, empujones y demás son parte del menú. Pero digamos que siempre trato de matizar el arrejuntón dedicándome a leer, mirar el techo, o últimamente “puraka-kumbhaka-rechaka”. Antes hacía sudokus, pero ya me dejé de eso porque los resuelvo demasiado rápido, como diría Ariel, ya no es un reto para mi.

El caso es que antier, ya casi llegandito a destino, se subió al tren un predicador evangélicos, de esos que aparentemente no tienen más oficio en esta vida sino convencer al público a punta de amenazas de castigos eternos. Conviértete, arrepiéntete, mira que si no te vas pa´la quinta paila y demás sutilezas para darle saborcito al discurso.

Así que con el perdón del tenaz predicador, opté por no ejercer ningún tipo de contacto visual, puse los ojos fijos en mi libro y traté de no escuchar la cháchara apocalíptica, repetida como de cassette grabado y memorizado al caletre.
En fin, ya que estábamos llegando ya al final del recorrido, me decidí a mirarle la cara al susodicho. En ese momento, soltó una frase, pero mirándome directamente a los ojos: “Señora, este es un mundo de máscaras. Y estas máscaras son de barro. Sépalo!”

Es más o menos lo mismo que me pasa con los libros: soy capaz de leer 597 páginas de cualquier cosa, sólo para encontrar el párrafo perfecto encerrado entre un montón de banalidades. Así, que a mi modo de ver las cosas, valió la pena pasar un día en el caos del Metro de Caracas, sólo para escuchar la frase.

lunes, 6 de junio de 2011

Gaia

Ojos dulces, mansos y tristes, pelito largo, marrón veteado, rabicorto, nombre de diosa legendaria y cien por ciento cacri: esa era mi Gaia.

Todas las mañanas, lo primero que veía al abrir la puerta de casa, era ella, sentada atravesadísima. Tanto, que me acostumbré a abrir poco a poco, para no llevármela por el medio, porque me daba lástima aporrearla.

Y en las noches, al llegar a casa, la primera en salir a recibir, pues por supuesto que era ella: subía por el caminito de entrada rapidísimo, para después escoltarme hasta la puerta, ella abriendo camino y retrocediendo para pasar un poco entre mis piernas.

Por más mala cara que le pusiera, parece que era incapaz de guardar cualquier tipo de rencor. Por eso, entre otras razones no tan mínimas, es que hoy, que ya me falta, extraño su presencia silenciosa y solidaria con mis estados de ánimo.

viernes, 3 de junio de 2011

Pensadero

Hoy me desperté, y al abrir los ojos lo primero que pensé fue en lo maravilloso que sería no pensar tanto. Vivir en una suerte de limbo cerebral, (al menos durante unos breves minutos del día) en el que los pensamientos no se atropellaran unos con otros, sino que se sucedieran el uno al otro, ordenaditos, cada uno en su lugar, entrando como ovejitas al redil.

Pero ¿cómo lograr mutear un rato al menos la pantalla multiétnica, colorida e irracional de mis pensamientos dispersos? Ahí estaba la pregunta de las cien mil lochas. Pero en ese momento, como venida desde una neblina, sacada de una lectura de mi infancia, me vino una imagen de Lobsang Rampa tratando de silenciar sus pensamientos.

Entonces, intenté religiosamente la trama sistemática de oír a mi respiración y empecé: “puraka-kumbhaka-rechaka” un millón de veces, una más o una menos, y sirvió… por unos breves treinta segundos.

En seguida los indómitos hijos de mis ondas cerebrales, no conformes con ser reducidos a la no-existencia, se fueron escapando uno a uno, saltando tal cual las mencionadas ovejitas pero en sentido contrario.

Así, en cuestión de segundos, otra vez mi pantalla personal estaba llena de los más disímiles objetos: el sabor de las ciruelas rojas, un peñero a la orilla de la playita de Anare, unas manos con los dedos entrelazados, un sombrero de cuadritos y la cabeza que lo carga y el cuerpo que le sigue a la cabeza, la voz ronca de Sabina con sus 500 noches para olvidarla y hasta el vestido gris que vi antier colgado en la vitrina de Zara.

Así que a empezar otra vez, esta vez dos millones de veces: “puraka-kumbhaka-rechaka”, aunque sin ninguna garantía de éxito...

¡Qué útil sería que Dumbledore me prestara, aunque fuera sólo una vez al mes, su pensadero!

jueves, 2 de junio de 2011

El principio

Yo hubiese querido lo que tú hubieses deseado. Por esa razón, tan simple como irracional, dejaba que el cabello me cayera por la espalda, obviando el fastidio de ponerle enjuague para desenredarlo y soportando que los mechones húmedos y recién lavados me mojaran la espalda y la franela, o cocinaba interminables y detestables paellas, sopas de pescado, pasteles de chucho y sardinas asadas.

Por eso también quise, cuando tú lo quisiste, que hiciéramos una familia. No necesité pensarlo mucho, me imaginé inmediatamente durmiendo y amaneciendo en tus brazos entre las paredes de una solitaria casita andina de bahareque, en el medio de un campo sembrado de pimentones y caraotas negras, escuchando las campanas de la iglesia marcar las horas, con su sonido de bronces antiguos abriéndose paso entre la neblina que bajaba cada mañana del páramo.

Y sin embargo, no importaban para nada los lugares, igual hubiese podido estar contigo en la ciudad, en el campo, en el mar, tal como fueron nuestras insólitas residencias: primero en la orilla del mar, con las olas rompiendo sobre la pared trasera de nuestra casa, escuchando todas las noches la subida de la marea y el correteo de los cangrejos sobre las paredes, barriendo cada mañana la arena inclemente que se acumulaba en todos los rincones.

O como aquella vez que vivimos en un apartamentico mínimo con las paredes llenas de ventanas que dejaban entrar mucha luz, pero con unas tuberías resecas que no dejaban que entrara el agua de igual manera, provocando una permanente sequía, que sin embargo aguantábamos sin protestar demasiado, ocupados en otros asuntos como mirarnos a los ojos.

Y finalmente, en la casa que construimos: una casa que primero fue una simple tienda de campaña bajo un montón de cedros centenarios, hasta que me dejaste en un estúpido vuelo de una mañana de domingo.

Y sin embargo, si miro hacia atrás, son muy pocas las cosas que cambiaría si tuviera la imposible oportunidad de echar para atrás el tiempo. Es que desde nuestro comienzo hasta nuestra despedida, todas nuestras circunstancias estuvieron rodeadas del ambiente que se siente cuando está por pasar una catástrofe: un terremoto que abriera en dos las paredes de la casa de mi infancia no hubiese causado tanta devastación como el encontrarme contigo.