jueves, 20 de septiembre de 2012

Una medialuna

Esta mañana en una calle cualquiera del centro de Caracas, atrás de un mostrador, vi un ejemplo de un perfecto croissant: dorado, tibio aún del horno, en forma de medialuna en miniatura. No tuve más remedio, faltando a mi costumbre de consumir sólo frutas hasta el mediodía, de caer en la tentación y comprarlo.

Pero si es necesario que diga en estas cortas líneas al menos parte de la verdad, entonces debo señalar que no fue la gula criminal mi motivación principal en este súbito arrebato. De hecho, de mis recuerdos salió en ese momento otra dorada medialuna, esta vez en otra calle cualquiera de una otoñal Buenos Aires junto a mi abuela.

Suele la memoria tenderme estas trampas y pillarme corriendo en algunos que otros accesos momentáneos, en una imposible búsqueda proustiana de tiempos que están perdidos aún antes de empezar. Y sin embargo, no decaigo en mi empeño de atesorar estos mínimos talismanes gustativos secretos, para los días en los que hasta el sol parece que no quiere terminar de brillar.

Es por eso que escondo bajo llave en mi alacena un frasco de orégano del sur, y lo uso como si fuera oro en polvo. Cada vez que destapo el frasco, aparece mi familia de aquellos lados, sentados alrededor de una mesa, como un recuerdo feliz.

Y una hoja de albahaca cuelga de la ventana de la cocina, como un pequeño baluarte de los días en que era imposible pasar un domingo sin pesto. Y por la misma razón fútil es que hay cosas que ya no puedo volver a cocinar, porque nada más el recuerdo de algunos aromas es sabor a ausencia y al irremediable olvido al que nos condena la brevedad de esta vida.