miércoles, 13 de abril de 2016

La maleta de Julia

Cuando Julia pasaba por nuestra casa de Caracas, antes o después de recorrer los más insólitos y dispares destinos del mundo, yo esperaba especialmente que abriera su maleta.

 Pero no porque desease recibir algún objeto particular, sino sólo con el fin de aspirar el particular y familiar olor que salía de ella. Una mezcla de perfume francés, cuero argentino, un poquito de olor a tabaco dulzón y el especial olor personal de mi tía.

 Esta diferente e irrepetible suma olfativa siempre estaba asociada a unas cuantas cosas agradables, por ejemplo, el que mi mamá se esmerara en la cocina y preparase los más deliciosos platos. Y también a largas sobremesas con mucha conversa sabrosa. O sin lugar a dudas, también los exóticos paisajes y personas que describía mi tía Julia.

 Y lo más importante, traía siempre, a veces escondido, a veces revoloteando entre los pliegues de su encantadora ropa, a veces dentro del plateado envoltorio de un alfajor Havanna, un pedacito de Argentina y al llegar a nuestra casa de desarraigados me hacía recordar que siempre había alguien a seis mil kilómetros esperándome.

lunes, 25 de enero de 2016

En Anare

Fue casi increíble volver al familiar Anare y no encontrarte en la terraza de Annabella, escudriñando las olas revueltas del playón, a ver si podías usar la tabla al menos un rato. Insólito no verte en cada esquina polvorienta de la plaza, hablando con cualquiera y caminando descalzo por las calles.

Alguna vez te dije que el deporte local de los anareños era romper botellas en las noches, pero nunca me hiciste caso. Soltabas los zapatos al cruzar la primera esquina del pueblo. Y Alan y Ariel, idénticos a ti, caminaron sin zapatos todo el rato, a pesar de los trozos de vidrio, la arena caliente y el cemento seco. Pero te juro que esta vez no les dije nada, porque creo que al poner la planta de los pies en el suelo guaireño, te recordaron con un poquito más de cariño y menos amargura

Alguna que otra casa derruida por el salitre fue la prueba contundente para saber que el tiempo pasó en verdad y no nos pidió permiso. Pero igual, me senté en la orilla del mar, llena de piedrecitas. Me pregunté (que ingenua al esperar respuesta) si habían pasado horas, días o años desde la última vez que caminamos por esa orilla. Nadie me supo responder.

Ni siquiera las bandadas de pelicanos que volaban en números pares, acompasando a idéntico ritmo el batido de sus alas. Tampoco las olas, insensibles en su vaivén, golpeando una y otra vez la orilla con más o menos furia. La piedra del francés, indómita y oscura, con su minúscula playita y sus cavernas rocosas cubiertas de espuma, tampoco me dijo nada.

Quien sabe hace cuanto tiempo que el Francés no ha vuelto a lanzar el anzuelo desde la agreste roca. Su recuerdo se desvanece como la espuma bajo la brillante luz caribe.

 De vuelta al pueblo, en la esquina de la capilla, salió el Diablo Rojo, Javier, caminando también descalzo, la piel curtida de tantos soles, con el rojizo cabello un poquito más apagado y con alguna que otra cana. Querida presencia anareña!

Debo decirte que, después de hablar con él un rato, perdí la compostura cuando me dijo "sólo falta Ernesto, que siga volando". Pero en seguida me di cuenta que estaba bien. Que aunque no te vea, no significa que no estés. Que aunque la carne, la sangre, la piel que nos envuelve parezcan lo único real a veces, es en lo más mínimo y en lo más inesperado que nos acompañas siempre.