miércoles, 13 de abril de 2016

La maleta de Julia

Cuando Julia pasaba por nuestra casa de Caracas, antes o después de recorrer los más insólitos y dispares destinos del mundo, yo esperaba especialmente que abriera su maleta.

 Pero no porque desease recibir algún objeto particular, sino sólo con el fin de aspirar el particular y familiar olor que salía de ella. Una mezcla de perfume francés, cuero argentino, un poquito de olor a tabaco dulzón y el especial olor personal de mi tía.

 Esta diferente e irrepetible suma olfativa siempre estaba asociada a unas cuantas cosas agradables, por ejemplo, el que mi mamá se esmerara en la cocina y preparase los más deliciosos platos. Y también a largas sobremesas con mucha conversa sabrosa. O sin lugar a dudas, también los exóticos paisajes y personas que describía mi tía Julia.

 Y lo más importante, traía siempre, a veces escondido, a veces revoloteando entre los pliegues de su encantadora ropa, a veces dentro del plateado envoltorio de un alfajor Havanna, un pedacito de Argentina y al llegar a nuestra casa de desarraigados me hacía recordar que siempre había alguien a seis mil kilómetros esperándome.