Cuando Julia pasaba por nuestra casa de Caracas, antes o después de recorrer los más insólitos y dispares destinos del mundo, yo esperaba especialmente que abriera su maleta.
Pero no porque desease recibir algún objeto particular, sino sólo con el fin de aspirar el particular y familiar olor que salía de ella.
Una mezcla de perfume francés, cuero argentino, un poquito de olor a tabaco dulzón y el especial olor personal de mi tía.
Esta diferente e irrepetible suma olfativa siempre estaba asociada a unas cuantas cosas agradables, por ejemplo, el que mi mamá se esmerara en la cocina y preparase los más deliciosos platos.
Y también a largas sobremesas con mucha conversa sabrosa. O sin lugar a dudas, también los exóticos paisajes y personas que describía mi tía Julia.
Y lo más importante, traía siempre, a veces escondido, a veces revoloteando entre los pliegues de su encantadora ropa, a veces dentro del plateado envoltorio de un alfajor Havanna, un pedacito de Argentina y al llegar a nuestra casa de desarraigados me hacía recordar que siempre había alguien a seis mil kilómetros esperándome.