viernes, 16 de septiembre de 2011

Rosa de papel

“Toma un marcalibros”, me dijo un desconocido en el metro, dándome en las manos una flor hecha con papel. No quise rechazarla, aunque el papel doblado parecía un dudoso récipe de ampicilina y además, lo más grave, retumbaban en mis oídos las palabras inoculadas desde siempre por una legión de madres, tías y abuelas, “no hay que aceptar nada de personas que no conozcas”.

Pero, a fin de cuentas, me pregunté tomando el papel, ¿no somos todos perfectos desconocidos los unos de los otros? ¿Qué hace la diferencia con el señor que sube al bus cuando yo estoy bajando, con el que me cruzo todas las mañanas a la misma hora?

Es más, puedo conocerte de siempre o de ayer, puedo saludarte todos los días o nunca, puedo entrelazar mis dedos con los tuyos, incluso puedo hasta besarte, y eso no cambia en absoluto el hecho de que eres otra persona diferente de mi. Y que las paredes que nos separan, aunque invisibles, pesan más que miles de toneladas de metal ardiente.

Sin embargo, tampoco tiene ningún sentido caminar por las calles y carreteras de esta vida con los ojos cerrados. Me pido a mi misma todos los días vivir despierta, porque quiero saber quién eres: quizás llegará el tiempo en que caerán todas las barreras y entonces, todo brillará con la luz eterna del universo.