viernes, 22 de junio de 2012

Caracoles y cambios

Esta mañana me desperté pensando en caracoles. Nada de Sabina, Cerati, Serrat, ni siquiera mi eterno bienamado Fito resonando como de costumbre dentro de mi cabeza.

Solamente caracoles de mar, diminutos, frágiles y perfectos. Las playas de mi infancia, pobladas de estos vacíos caparazones marinos, me regalaban cada día una forma más hermosa que la otra.

Los favoritos de siempre eran los husos (según internet, se llaman “turbonilla lactea”), de unos cinco o seis milímetros de largo, con su mínimo interior pulido y brillante como una imaginaria casa de invisibles duendes marinos.

Otro motivo de perpetuo asombro, aún en estos días, es contemplar como la muerte de un erizo de mar puede transformarlo en una delicada filigrana blanca, digna de la envidia de cualquier orfebre. Todo el peligroso aspecto del erizo, lleno de pinchos, convertido insólitamente en un milimétrico esqueleto que la más pequeña ola convertirá en migajas.

Este exuberante derroche de formas y colores que la más insignificante de las playas de las costas caribes obsequian hora tras hora, día tras día, es mecido al compás de las mareas y los vientos, arrojado a la costa y devuelto al fondo marino una y otra vez.

Sin suerte, el más perfecto de todos los caracoles, será pisoteado sin compasión por las sandalias desprevenidas de cualquier bañista que se pasee por el borde de la costa. Pero con suerte, igualmente el ciclo de los cambios ha comenzado. Aunque quizás sea mejor desintegrarse al ritmo de las mareas que con un pisotón.

martes, 19 de junio de 2012

De semáforos y otros avisos

Un amigo me dijo un día que él era como un semáforo fuera de tiempo: que prendía la luz verde cuando debía dar el alto y a su vez, la roja cuando en realidad debía dar el paso. Claro que a él le parecía que a fin de cuentas, cumplía su cometido porque igual funcionaba. Es decir que completamente dañado no estaba, a su criterio.

Aunque yo no puedo dejar de imaginarme el desastroso resultado de combinar dos semáforos con luz verde en una intersección al estilo de cualquiera de las transitadas vías de Caracas, con motorizados y viejitas cruzando incluidos.

O si no, en sentido figurado: si dos personas tienen sus luces a la misma vez en rojo brillante, ninguna de las dos nunca jamás dará el primer paso que es necesario para el encuentro. Y si las dos nunca logran ponerse en verde a la vez, entonces todo el espacio temporal que les sea dado sobre esta tierra se la pasarán en una continua desincronización.

Por eso es que, dentro de las interrogantes que suelen formarse en mi cabeza cuando mis seres cercanos me dicen cosas así, me pregunto cuántas cosas no dejamos de pasar cada día, todos los días, sencillamente por tener una luz roja de alerta prendida durante bastante tiempo dentro de nuestras cabezas.

Por lo menos, dentro de la mía casi siempre hay una luz intermitente, a veces roja, a veces color ámbar como las de los carros de policía de las películas gringas. Además mi luz de alerta tiene incorporado un sistema estéreo con la voz de mi subconsciente. “Cuidado”, “¡Corre!”, “Este lo que quiere es fregarte la paciencia”, y así mil locuciones más por el estilo, en este aprendido vivir a la defensiva, así sea con los seres que están más próximos a uno.

Es que casi nunca, en esta agitada vida que solemos llevar, proximidad es sinónimo de cercanía. Así sea que nos conocemos desde hace mil años, porque íbamos al kínder juntos cuando el mundo era tan multicolor y extraño como el submarino amarillo de John, o que somos vecinos y subimos todos los días al mismo autobús para entrar y salir de nuestras casas, eso no es garantía para que yo sepa qué es lo que pasa dentro de tu cabeza, y mucho menos para que tú sepas que pasa dentro de la mía.

Entonces creo que sería estupendo que todos los semáforos virtuales (no los caraqueños) dejaran de funcionar a la vez, y lográramos aceptar al otro, a los otros, no como desconocidos, sino más bien como seres que, a pesar de las diferencias que puedan existir, estamos hechos todos de la misma carne, sangre, huesos y ondas cerebrales.