jueves, 20 de septiembre de 2012

Una medialuna

Esta mañana en una calle cualquiera del centro de Caracas, atrás de un mostrador, vi un ejemplo de un perfecto croissant: dorado, tibio aún del horno, en forma de medialuna en miniatura. No tuve más remedio, faltando a mi costumbre de consumir sólo frutas hasta el mediodía, de caer en la tentación y comprarlo.

Pero si es necesario que diga en estas cortas líneas al menos parte de la verdad, entonces debo señalar que no fue la gula criminal mi motivación principal en este súbito arrebato. De hecho, de mis recuerdos salió en ese momento otra dorada medialuna, esta vez en otra calle cualquiera de una otoñal Buenos Aires junto a mi abuela.

Suele la memoria tenderme estas trampas y pillarme corriendo en algunos que otros accesos momentáneos, en una imposible búsqueda proustiana de tiempos que están perdidos aún antes de empezar. Y sin embargo, no decaigo en mi empeño de atesorar estos mínimos talismanes gustativos secretos, para los días en los que hasta el sol parece que no quiere terminar de brillar.

Es por eso que escondo bajo llave en mi alacena un frasco de orégano del sur, y lo uso como si fuera oro en polvo. Cada vez que destapo el frasco, aparece mi familia de aquellos lados, sentados alrededor de una mesa, como un recuerdo feliz.

Y una hoja de albahaca cuelga de la ventana de la cocina, como un pequeño baluarte de los días en que era imposible pasar un domingo sin pesto. Y por la misma razón fútil es que hay cosas que ya no puedo volver a cocinar, porque nada más el recuerdo de algunos aromas es sabor a ausencia y al irremediable olvido al que nos condena la brevedad de esta vida.

jueves, 9 de agosto de 2012

Arpa, cuatro y maracas

Siempre detesté la música llanera. Esa combinación entre la trilogía del arpa, el cuatro y las maracas, unida a la vocecita, generalmente nasal, como de una nariz tapada con una pinza de madera para guindar ropa, que poseen la mayoría de los cantantes que se dedican al género, me parecía la peor combinación posible musicalmente hablando.

Sin embargo, un día cualquiera de mis andanzas por el interior de Venezuela, el azar me llevó a una casa en el medio de la nada, que en el patio tenía como un monstruo mitológico un arpa gigantesca. Hasta el momento, mi idea de ese instrumento no pasaba de un juguete en manos de algún angelito renacentista.

Pero esta era realmente “el arpa”. Inmensa, solitaria, desproporcionada, más alta que yo (que no es mucho decir), parecía un ser absolutamente fuera del tiempo y del espacio, casi un extraterrestre con tantas cuerditas aparentemente sin sentido y sostenidas con un súper armazón de madera ya un poco desgastada.

En fin, que al rato llegó el correspondiente músico ejecutante. ¡Susto!, me dije entre dientes. Ahora ¿quién podrá defenderme de un concierto completo del consabido género? Ni el chapulín colorado, pues. Pero, resignación, me dispuse a aguantar con la cortesía correspondiente a una chica educada en un colegio de monjas y bajo la égida decimonónica del manual de Carreño.

Pero, y aquí lo insólito, los sonidos que el arpista le sacaba al instrumento me parecieron lo más armónico y acorde posible que se podía escuchar en ese momento y en ese lugar, tan armónicos y adecuados como la viola de Vidalina tocando una pieza de Bach en su casa de la montaña.

Los sones del arpa, el rasgueo del cuatro, las maracas y hasta la voz del cantante, todo tenía un sentido diferente bajo el cielo estrellado del llano, con ese calor que brota del piso aún en la mitad de la noche, después de un día entero de sol ardiente.

Tiempo después, en las calles de mi querida isla de Margarita, otra vez por las jugadas del azar, caminando por una Porlamar que ya casi no tenía espacio entre tanta tienda y hotel, en una callecita cualquiera, me topé con un grupito de personas con algunos instrumentos en las manos.

Se desarrollaba un “duelo” de contrapunteo, al estilo de “Florentino y el Diablo”, del cual yo apenas tenía la noticia de una ficha bibliográfica de segundo año de bachillerato. Ese fue el golpe de gracia contra mis reticencias ante la música del llano: la agudeza, el ingenio y la rapidez que demostraban esos músicos, a la hora de armar las décimas, no tenía nada que envidiarle a cualquier canon compuesto por algún insigne clásico.

Quizás todo es una cuestión de estar en el tiempo y el lugar correcto, un asunto de que lo que creemos azar es solamente una mínima parte de la sincronía del universo que nos lleva de la mano, queramos o no, para que una y otra vez saltemos sobre nuestras creencias y caminemos despiertos por el mundo.

viernes, 13 de julio de 2012

Mariposas amarillas

Hoy las mariposas amarillas revolotean en mi mente, junto con el sabor de los amores prohibidos y el aroma de las almendras amargas de los suicidas tristes de Macondo.

Pienso en las calles llenas de almendros polvorientos y en la vírgenes extraterrenas que ascienden volando a los cielos, entre la ropa recién lavada, imágenes creadas por la imaginación prodigiosa del Gabo, que permanecen intactas en mi memoria, tal como me las regaló en un fin de semana de mi adolescencia las páginas de Cien años de soledad.

Y hoy, vuelven con más fuerza a mi cabeza, porque una vez más, tengo noticias del frágil equilibrio de la mente humana. Un trauma, una pérdida, una leve variación en los elementos químicos que componen la maraña cerebral, o simplemente el pasar de los años, son cosas que bastan para que seamos susceptibles a perdernos en el laberinto caótico de nuestros pensamientos.

Es así que insensiblemente, sin darse cuenta, es posible perder contacto poco a poco o de una sola vez, con el mundo cotidiano, el de todos los días, aquel que generalmente solemos llamar real.

En alguna oportunidad, quizás un tanto ligeramente, he afirmado que sería mejor vivir en la feliz ignorancia que estar siempre con la mente despierta, con los sentidos abiertos. Es atractivo para mi pensar en volver a la infancia, a una suerte de paraíso perdido donde los pensamientos no sean fuente de tortura.

Sin embargo, mi corazón se llena de angustia al pensar, al imaginarme un día en el que ya no quiera seguir esforzándome por mantener tensos los hilos que mantienen mis pies firmes sobre la tierra.

viernes, 22 de junio de 2012

Caracoles y cambios

Esta mañana me desperté pensando en caracoles. Nada de Sabina, Cerati, Serrat, ni siquiera mi eterno bienamado Fito resonando como de costumbre dentro de mi cabeza.

Solamente caracoles de mar, diminutos, frágiles y perfectos. Las playas de mi infancia, pobladas de estos vacíos caparazones marinos, me regalaban cada día una forma más hermosa que la otra.

Los favoritos de siempre eran los husos (según internet, se llaman “turbonilla lactea”), de unos cinco o seis milímetros de largo, con su mínimo interior pulido y brillante como una imaginaria casa de invisibles duendes marinos.

Otro motivo de perpetuo asombro, aún en estos días, es contemplar como la muerte de un erizo de mar puede transformarlo en una delicada filigrana blanca, digna de la envidia de cualquier orfebre. Todo el peligroso aspecto del erizo, lleno de pinchos, convertido insólitamente en un milimétrico esqueleto que la más pequeña ola convertirá en migajas.

Este exuberante derroche de formas y colores que la más insignificante de las playas de las costas caribes obsequian hora tras hora, día tras día, es mecido al compás de las mareas y los vientos, arrojado a la costa y devuelto al fondo marino una y otra vez.

Sin suerte, el más perfecto de todos los caracoles, será pisoteado sin compasión por las sandalias desprevenidas de cualquier bañista que se pasee por el borde de la costa. Pero con suerte, igualmente el ciclo de los cambios ha comenzado. Aunque quizás sea mejor desintegrarse al ritmo de las mareas que con un pisotón.

martes, 19 de junio de 2012

De semáforos y otros avisos

Un amigo me dijo un día que él era como un semáforo fuera de tiempo: que prendía la luz verde cuando debía dar el alto y a su vez, la roja cuando en realidad debía dar el paso. Claro que a él le parecía que a fin de cuentas, cumplía su cometido porque igual funcionaba. Es decir que completamente dañado no estaba, a su criterio.

Aunque yo no puedo dejar de imaginarme el desastroso resultado de combinar dos semáforos con luz verde en una intersección al estilo de cualquiera de las transitadas vías de Caracas, con motorizados y viejitas cruzando incluidos.

O si no, en sentido figurado: si dos personas tienen sus luces a la misma vez en rojo brillante, ninguna de las dos nunca jamás dará el primer paso que es necesario para el encuentro. Y si las dos nunca logran ponerse en verde a la vez, entonces todo el espacio temporal que les sea dado sobre esta tierra se la pasarán en una continua desincronización.

Por eso es que, dentro de las interrogantes que suelen formarse en mi cabeza cuando mis seres cercanos me dicen cosas así, me pregunto cuántas cosas no dejamos de pasar cada día, todos los días, sencillamente por tener una luz roja de alerta prendida durante bastante tiempo dentro de nuestras cabezas.

Por lo menos, dentro de la mía casi siempre hay una luz intermitente, a veces roja, a veces color ámbar como las de los carros de policía de las películas gringas. Además mi luz de alerta tiene incorporado un sistema estéreo con la voz de mi subconsciente. “Cuidado”, “¡Corre!”, “Este lo que quiere es fregarte la paciencia”, y así mil locuciones más por el estilo, en este aprendido vivir a la defensiva, así sea con los seres que están más próximos a uno.

Es que casi nunca, en esta agitada vida que solemos llevar, proximidad es sinónimo de cercanía. Así sea que nos conocemos desde hace mil años, porque íbamos al kínder juntos cuando el mundo era tan multicolor y extraño como el submarino amarillo de John, o que somos vecinos y subimos todos los días al mismo autobús para entrar y salir de nuestras casas, eso no es garantía para que yo sepa qué es lo que pasa dentro de tu cabeza, y mucho menos para que tú sepas que pasa dentro de la mía.

Entonces creo que sería estupendo que todos los semáforos virtuales (no los caraqueños) dejaran de funcionar a la vez, y lográramos aceptar al otro, a los otros, no como desconocidos, sino más bien como seres que, a pesar de las diferencias que puedan existir, estamos hechos todos de la misma carne, sangre, huesos y ondas cerebrales.