Es de tarde. El sol muere en un cielo bajo y el gato blanco asomado en la ventana mira a los ajetreados humanos que suben y bajan por la calle. Algunos lucen barbijos y todos caminan acarreando bolsas y paquetes y evitando miradas y roces accidentales.
Lentamente oscurece el cielo y las inútiles luces artificiales de los teatros y los cafés se desparraman mientras la luna empieza a subir en el cielo y el gato sigue en la ventana, como un antiguo rey egipcio de piedra del desierto.
Los humanos escasean y los pocos que quedan rezagados, van a la carrera con sus bolsas rellenas de provisiones y absurdos objetos. Y entonces empiezan a salir las criaturas. Más allá de la maldición de las interminables noticias que anuncian el fin del mundo, se acerca la hora de la furia y el vino.
Salen de las esquinas de los callejones sin luz, de los zaguanes de los abandonados palacios centenarios, de las escaleras bajo las cúpulas destartaladas de cobre y piedra. Salen entre los hierros de Liverpool de los trenes que llegaron cruzando el océano, brotan entre las estatuas de los jardines escondidos y de las plazas que se desvanecen encerradas entre rejas.
Y el gato ya no está en la ventana.