sábado, 22 de octubre de 2011

Reloj de arena, reloj de sol

En un jardín de mi infancia en el sur había un reloj de sol escondido entre las plantas. Cada vez que pasaba por ese sitio, me entretenía un rato tratando de ver la diferencia en las sombras que marcaban el paso del tiempo.

Posiblemente por algunos minutos, que en el tiempo de los niños son varias horas, esperaba que las sombras marcaran una vívida diferencia en la base del reloj, y al no ver mayor cambio, pues mi centro de atención se desviaba hacia las andanzas de mi héroe del momento: mi hermano mayor, que nunca me hacía mucho caso.

Años más tarde, nuevamente mi hermano, que se especializaba en poseer objetos exóticos, por suerte, casualidad o por simplemente buscarlos, apareció en casa con un mínimo reloj de arena lleno de una finísima grava azul.

Tal como antes en el jardín, esperaba a que mi hermano saliera de casa para darle vueltas y vueltas al delicado objeto, viendo caer la arenilla de un lado al otro por su estrecha cintura transparente y dejando pasar los segundos sólo mirando correr el polvillo azul.

O si no, volteaba el reloj para que los granos de arena cayeran en su loca carrera, mientras iba a hacer otras cosas y regresaba antes que terminaran de pasar de lado para cronometrar el tiempo que tardaba en realizar las banalidades habituales de una casa.

Es que siempre tenemos la manía de medir el tiempo: los antiguos inventaron calendarios, clepsidras, relojes de arena y sol, y nosotros, en esta convulsionada modernidad, pretendemos llevar la medida en nuestras muñecas o por lo menos en esa extensión de nuestros cuerpos en que se ha convertido el celular.

Queremos atrapar los segundos en un conteo interminable, cuando realmente el ayer ya no está más sino como imágenes transformadas de nuestra mente. Cuando llega el mañana, pues ya deja de ser mañana para convertirse en hoy y en seguida se vuelve recuerdo. Y así se escurren los segundos como agua entre las palmas de las manos: por más que deseemos conservarla, siempre termina escapándose entre nuestros dedos finitos.

miércoles, 12 de octubre de 2011

De locura y otros límites

Hace un tiempo, salí de una estación de metro. Era temprano para llegar al sitio donde iba y tenía en la cartera a “El Idiota”, así que decidí sentarme en un banco a la salida para leer quizás, un capítulo. Pasaron los minutos y las palabras en total abstracción del bullicio de la calle. Pero, en un momento determinado, un timbre en el subconsciente me avisó del cese del ruido de fondo, así que levanté los ojos del libro, y ¡oh sorpresa!

Una inmensa mujer, desnuda totalmente, se acercaba directamente hacia mi. Por supuesto, todos los transeúntes de alrededor la habían visto, excepto yo, por obra y gracia de Dostoievski. Ya no hay salida, pensé. Si a esta mujer le da por darme una trompada me manda, en el mejor de los casos, directo al hospital.

Así que tragué grueso y la miré de frente a ver que era lo que era, pues. En ese momento, ella también me miró, y de una vez pude ver que no me iba a hacer nada. Algún rastro de humanidad quedaba en el fondo de sus ojos grandes y tristes. Se siguió acercando y me extendió la mano. Me dije: “bienvenidos los virus” y le di mi mano. Ella la tomó, le estampó un beso, me soltó, se volteó y siguió caminando por el borde de la acera, ante los ojos asombrados de las personas que paraban los carros para ver el insólito espectáculo.

Yo me pregunto, ¿qué delicado hilo secreto se habría quebrado dentro de la cabeza de esa mujer? Tanto así, que caminaba por las calles, despojada de sus ropas, ajena a toda vergüenza de mostrarse tal como dios la trajo al mundo, cuando constantemente la normalidad y la cordura nos llaman a cubrirnos, de ropas, de modales, de actitudes, de ocultamientos.

Pero también me pregunto, en este incesante caminar por el delgado límite que une la cordura de la locura, ¿cuánto no hay de limítrofe en esta necesidad aturdidora de escribir? También yo me desnudo ante quienes se toman el trabajo de leerme, porque cada línea, cada palabra, cada letra que escribo es una pieza de ropa que voy soltando en un inusual y extraño juego de prendas. Y además, ¿quieren los demás vernos tal cuál somos? ¿O es preferible guardar escondida la llave de nuestro cuarto más oscuro?