martes, 25 de junio de 2013

San Juan

Con precisión de entomóloga observo un ritual del día de San Juan. Una noche de cantos de grillos, temperatura perfecta entre el fresco de la noche entibiado por el calor del día y una brillante y redonda luna blanca en un cielo despejado.

Los tambores resuenan entre el humo de los tabacos y los cantos que se entonan en la noche son los mismos que escuchó este continente con las primeras oleadas de la dolorosa inmigración africana. Y entonces parece que los mismos espíritus de la tierra y del agua son los que danzan sueltos.

Mi otro yo me dice que están debajo de las piedra, atrás de los árboles, chapoteando en el agua de los pozos encantados. Y entonces, una vez más, quiero creer. Porque creer en algo es un asunto de supervivencia en este mundo muchas veces cruel. Tratar de entender esta extraña tierra, este andar por caminos tantas veces sin sentido, subir y después bajar porque así dicen que debes vivir.

Digo mundo cruel, porque como seres vivos nos pasamos la vida en la estéril lucha sin sentido contra el desenlace final de la muerte y desintegración de nuestra esencia. Así, creer en algo más, que algo más somos que este montón de huesos, piel, carne y sangre que corre alborotada o lenta por nuestras venas, corazón bombeando aire, aire entrando y saliendo de los pulmones, es creer que nuestra esencia va más allá, y que llegará el día en que todo cobrará un sentido insospechado ante nuestros ojos asombrados.

Día del Padre

Una mañana de domingo. Lluviosa. La brisa fría de los altos mirandinos sobre la piel. Una visita desacostumbrada: un cementerio. Muchas personas entrando a hacerle una breve visita a sus deudos aunque sea una vez, de vez en cuando y de cuando en vez.

Este cementerio es la viva imagen de Los Teques: crecimiento sin mayor planificación, las tumbas están una al lado de la otra como si las hubiesen puesto tal como iban llegando. Así, sin espacio aparente para un camino entre tumba y tumba, vamos saltando sobre el mármol, el granito y la piedra de lápidas y placas olvidadas desde hace mucho, a veces desde principios del siglo pasado y más.

Los nombres que ya no aparecen en el Registro Civil me hacen dar un salto en el tiempo, e imaginarme caminando al lado de Nicanor y Josefa, quienes según su epitafio, fueron felices hasta que la muerte los separó. Pienso en esta antigua pareja con un sabor agridulce en la boca y un poco de arena en los ojos. Pienso en sus vidas cotidianas, que vivieron hace tanto tiempo.

¿Lograrían contar con su pedacito del paraíso perdido? ¿O sencillamente se consumieron en su diminuta parcelita del infierno? Y entonces pienso en los afanes, en las penas que nos consumen las horas, en las alegrías que nos deslumbran por segundos, en la vida que se nos escurre como agua entre los dedos en acciones sin sentido.

Respiro y vuelve el sol. Seguimos dando vueltas, buscando una tumba sin epitafio, con una antigua cruz negra olvidada. Y el sol, siempre el sol, calienta aún hasta los huesos, aún hasta a quien ya no tiene nombre ni está ahí.