jueves, 9 de agosto de 2012

Arpa, cuatro y maracas

Siempre detesté la música llanera. Esa combinación entre la trilogía del arpa, el cuatro y las maracas, unida a la vocecita, generalmente nasal, como de una nariz tapada con una pinza de madera para guindar ropa, que poseen la mayoría de los cantantes que se dedican al género, me parecía la peor combinación posible musicalmente hablando.

Sin embargo, un día cualquiera de mis andanzas por el interior de Venezuela, el azar me llevó a una casa en el medio de la nada, que en el patio tenía como un monstruo mitológico un arpa gigantesca. Hasta el momento, mi idea de ese instrumento no pasaba de un juguete en manos de algún angelito renacentista.

Pero esta era realmente “el arpa”. Inmensa, solitaria, desproporcionada, más alta que yo (que no es mucho decir), parecía un ser absolutamente fuera del tiempo y del espacio, casi un extraterrestre con tantas cuerditas aparentemente sin sentido y sostenidas con un súper armazón de madera ya un poco desgastada.

En fin, que al rato llegó el correspondiente músico ejecutante. ¡Susto!, me dije entre dientes. Ahora ¿quién podrá defenderme de un concierto completo del consabido género? Ni el chapulín colorado, pues. Pero, resignación, me dispuse a aguantar con la cortesía correspondiente a una chica educada en un colegio de monjas y bajo la égida decimonónica del manual de Carreño.

Pero, y aquí lo insólito, los sonidos que el arpista le sacaba al instrumento me parecieron lo más armónico y acorde posible que se podía escuchar en ese momento y en ese lugar, tan armónicos y adecuados como la viola de Vidalina tocando una pieza de Bach en su casa de la montaña.

Los sones del arpa, el rasgueo del cuatro, las maracas y hasta la voz del cantante, todo tenía un sentido diferente bajo el cielo estrellado del llano, con ese calor que brota del piso aún en la mitad de la noche, después de un día entero de sol ardiente.

Tiempo después, en las calles de mi querida isla de Margarita, otra vez por las jugadas del azar, caminando por una Porlamar que ya casi no tenía espacio entre tanta tienda y hotel, en una callecita cualquiera, me topé con un grupito de personas con algunos instrumentos en las manos.

Se desarrollaba un “duelo” de contrapunteo, al estilo de “Florentino y el Diablo”, del cual yo apenas tenía la noticia de una ficha bibliográfica de segundo año de bachillerato. Ese fue el golpe de gracia contra mis reticencias ante la música del llano: la agudeza, el ingenio y la rapidez que demostraban esos músicos, a la hora de armar las décimas, no tenía nada que envidiarle a cualquier canon compuesto por algún insigne clásico.

Quizás todo es una cuestión de estar en el tiempo y el lugar correcto, un asunto de que lo que creemos azar es solamente una mínima parte de la sincronía del universo que nos lleva de la mano, queramos o no, para que una y otra vez saltemos sobre nuestras creencias y caminemos despiertos por el mundo.