martes, 19 de junio de 2012

De semáforos y otros avisos

Un amigo me dijo un día que él era como un semáforo fuera de tiempo: que prendía la luz verde cuando debía dar el alto y a su vez, la roja cuando en realidad debía dar el paso. Claro que a él le parecía que a fin de cuentas, cumplía su cometido porque igual funcionaba. Es decir que completamente dañado no estaba, a su criterio.

Aunque yo no puedo dejar de imaginarme el desastroso resultado de combinar dos semáforos con luz verde en una intersección al estilo de cualquiera de las transitadas vías de Caracas, con motorizados y viejitas cruzando incluidos.

O si no, en sentido figurado: si dos personas tienen sus luces a la misma vez en rojo brillante, ninguna de las dos nunca jamás dará el primer paso que es necesario para el encuentro. Y si las dos nunca logran ponerse en verde a la vez, entonces todo el espacio temporal que les sea dado sobre esta tierra se la pasarán en una continua desincronización.

Por eso es que, dentro de las interrogantes que suelen formarse en mi cabeza cuando mis seres cercanos me dicen cosas así, me pregunto cuántas cosas no dejamos de pasar cada día, todos los días, sencillamente por tener una luz roja de alerta prendida durante bastante tiempo dentro de nuestras cabezas.

Por lo menos, dentro de la mía casi siempre hay una luz intermitente, a veces roja, a veces color ámbar como las de los carros de policía de las películas gringas. Además mi luz de alerta tiene incorporado un sistema estéreo con la voz de mi subconsciente. “Cuidado”, “¡Corre!”, “Este lo que quiere es fregarte la paciencia”, y así mil locuciones más por el estilo, en este aprendido vivir a la defensiva, así sea con los seres que están más próximos a uno.

Es que casi nunca, en esta agitada vida que solemos llevar, proximidad es sinónimo de cercanía. Así sea que nos conocemos desde hace mil años, porque íbamos al kínder juntos cuando el mundo era tan multicolor y extraño como el submarino amarillo de John, o que somos vecinos y subimos todos los días al mismo autobús para entrar y salir de nuestras casas, eso no es garantía para que yo sepa qué es lo que pasa dentro de tu cabeza, y mucho menos para que tú sepas que pasa dentro de la mía.

Entonces creo que sería estupendo que todos los semáforos virtuales (no los caraqueños) dejaran de funcionar a la vez, y lográramos aceptar al otro, a los otros, no como desconocidos, sino más bien como seres que, a pesar de las diferencias que puedan existir, estamos hechos todos de la misma carne, sangre, huesos y ondas cerebrales.

3 comentarios:

  1. ...proximidad sinónimo de cercanía! Lo más cercano que puedes estar a alguien es a tí misma y te confieso que no me conozco. Estar alerta me conviene. Y siempre pensando ando en que lo que ocurre es lo mejor y también me digo que quién sabe de lo que me libré. Un placer o lo que sea del momento vale o no vale tanto al lado de lo que puedo perder después por no haberme guiado por mi intuición. Y déjame decirte que a lo que te llevó tu divagación de los semáforos humanos es nada más y nada menos que un salto cuántico

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  2. Claro, pero es que no hablo estrictamente de intuición! Hablo más bien de la incertidumbre, la desconfianza, la soledad, esos sentimientos que signan nuestros días... Y bueno, ojalá realmente estos intentos de entendernos pudieran ser tan significativos como saltos cuánticos...

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  3. los semaforos, esos aparatos decimononicos. Esos reglamentos torpes, titubeantes y asinos de el flujo, de las masas que van y vienen, que se cruzan y entrecruzan. Creo que los semaforos fueron inventados por alguna mujer (u hombre) virgenes a los ochenta anhos, aun espantados por la posibilidad de dos cuerpos que se rozan, que se entrecruzan, que chocan. Habria que abolir los semaforos, las paradas, los reglamentos. Mezclarse. Chocar. Entre el espanto y la ternura, el dolor y el placer. Mejor que estas artificiales paradas donde nos miramos de reojo, esperando que alguien, alguna vez, viole la luz roja. O la verde.

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